La victimización colectiva, -de un país-, es la más efectiva estrategia de manipulación que puede utilizar un gobernante para mantener el control político y social, pues le permite asumirse como el héroe reivindicador de importantes agravios y fortalecer de modo incondicional la vinculación con la gente, creando el fenómeno de la división, que confronta: entre víctimas y abusadores… entre patriotas y traidores.
Esta estrategia ha sido utilizada en ciertos periodos en muchos países, -incluidos de Europa-, donde han surgido líderes que tomando esta bandera de la reivindicación de viejos agravios han logrado llegar al poder de forma autocrática, utilizando las puertas que abre la democracia a través de la demagogia comunicacional.
Sin embargo, cuando los agravios vinculan aspectos étnicos, -el poder que se deriva del rol reivindicatorio frente a agravios-, se vuelve totalmente emocional e incondicional.
Hitler llegó al poder en Alemania a través de elecciones democráticas, construyendo una narrativa emocional de tipo étnico que representaba lo que quería escuchar su pueblo que se sentía víctima, -por su derrota en la primera guerra mundial y por la destrucción de su economía- pues a partir de entonces fue que empezó a padecer pobreza.
Los ahorros de la comunidad judía radicada en Alemania permitieron a estas familias enfrentar de mejor forma la crisis económica que llegó con la derrota sufrida en la primera guerra mundial, y ello les convirtió, -como grupo étnico-, en el objetivo de una campaña política que derivó en la persecución e intento de exterminio, todo esto con la aprobación del pueblo alemán. La campaña se centró en culpar al pueblo judío de la crisis económica y a cambio ofrecer la reivindicación de la raza aria, origen del pueblo alemán. Expropiaciones, persecuciones y exterminio fueron la consecuencia.
Lo demás es historia conocida. El enfoque étnico de los agravios, -en una narrativa demagógica y populista-, termina siendo de alto impacto entre la población que guarda resentimientos y encono.
Por ello en América Latina hoy podemos ver dos perfiles dentro de los países que se incluyen como gobernados por la izquierda: los del cono sur, que traen fuerte presencia ideológica, -más cercana a la lucha partidista europea, como son Argentina y Chile-, por citar sólo dos, que son países creados principalmente a partir de las migraciones europeas, -y por otra parte-, está la América Latina con fuerte tradición de agravios étnicos, ocasionados por invasiones extranjeras, contra los pueblos originarios.
Los supuestos agravios étnicos nunca tienen ideología y por ello pueden surgir de la izquierda o la derecha. Por ello podemos identificar que el objetivo de quienes llegan al poder en estos países respaldados por ideología de izquierda en nuestra América mestiza, no cuentan con el mínimo bagaje intelectual de esta doctrina política. Su objetivo final es alcanzar y acrecentar poder alrededor de un caudillo carismático que asume una identidad paternalista.
Esta es la realidad cotidiana de los gobiernos que bajo esta etiqueta han llegado al poder, desde Bolivia hasta México. La incongruencia ideológica es manifiesta y por ello los verdaderos socialistas se han deslindado de ellos.
En México vemos una perversa manipulación de nuestra historia desde que este país es independiente. Quienes nos han gobernado desde el siglo XIX desarrollaron la narrativa de una conquista violenta, sangrienta y brutal, perpetrada a través de una invasión militar. Por tanto, como derivación se considera que el nacimiento de nuestra nación se debe a esta derrota y la posterior sumisión al gobierno español, lo que nos coloca en la posición de víctimas.
Sin embargo, la derrota de Tenochtitlán, -ciudad defendida por un ejército de 150 mil guerreros aztecas-, según mencionan varias fuentes históricas, no pudo siquiera ser intentada por los españoles, que eran solamente 850 soldados, 15 cañones y 16 caballos, sino alcanzada por un ejército de 136 mil guerreros tlaxcaltecas, totonacas, cholultecas y otras etnias que se sumaron a esta expedición comandada por Cortés, durante el camino hacia la Gran Tenochtitlán, según describe el mismo Hernán Cortés al rey de España, Carlos I, en la tercera “carta de relación”.
Todos estos pueblos indígenas aliados de Cortés eran vasallos que pagaban altos tributos al imperio azteca, -en especie y bienes y además, con esclavos-, excepto los tlaxcaltecas que nunca habían podido ser dominados por los mexicas, pero eran sus rivales naturales.
Hernán Cortés y su gente fueron los estrategas que dirigieron a este ejército indígena, encabezado por sus propios caciques.
¿Cuándo se le ha entregado la copa del campeonato mundial de futbol al país de origen del director técnico? Mas bien se le entrega al país de los jugadores que en la cancha derrotaron a sus rivales.
Del mismo modo debemos dar el crédito de la derrota del imperio azteca a los pueblos que los enfrentaron y vencieron. Por tanto, nuestra nación se originó como resultado de una reestructuración geopolítica del mundo indígena.
Por ello, si no nacimos de una invasión extranjera, no tenemos por qué cargar el estigma de ser los herederos de una derrota militar frente a extranjeros, acontecimiento que no existió.
La pregunta que surge espontáneamente es ¿quién, -o quienes-, tuvieron motivos para tergiversar la historia de nuestro país?
Podemos dar como el más probable origen a la “Leyenda negra española”, la campaña de desprestigio montada durante los siglos XVI y XVII por los enemigos de la corona española, -Inglaterra y Francia-, contra sus adversarios, para manchar su reputación.
Sin embargo, los verdaderos genocidas fueron los ingleses frente a las tribus indígenas de Norteamérica, a las cuales despojaron de sus tierras y aniquilaron, -y a los sobrevivientes-, los encerraron en las “reservaciones”, que eran tierras de baja calidad, donde debían vivir.
Seguramente la “leyenda negra” permeó en nuestro propio territorio con sus mitos y leyendas entre intelectuales e historiadores nacidos en la Nueva España y después de la independencia de México, fue fácil hacer correr esta visión histórica en contra del país del que nos habíamos liberado. Los mitos con el tiempo se fortalecen y adquieren categoría de verdades históricas. Al magnificar los agravios cometidos por el país del que nos liberamos, crecía el valor de quienes lograron la hazaña.
La realidad es que de acuerdo a las “leyes de Indias”, -que regían la vida de la Nueva España-, estaba prohibido esclavizar indígenas o hacerlos trabajar sin paga, o en contra de su voluntad.
La propiedad de las tierras de las comunidades indígenas se respetó, dejándoles la posesión y dominio de ellas, tal y como era antes de la llegada de los españoles, de acuerdo a sus usos y costumbres. Además, el maltrato a los indígenas estaba penado.
Por estar prohibida la esclavitud de indígenas, los corsarios ingleses y franceses hicieron florecer el mercado de esclavos traídos de África. Fue hasta el 15 de septiembre de 1829 cuando el presidente Vicente Guerrero expidió un decreto que abolía la esclavitud, liberando a los afromexicanos.
A su vez, a partir de que los abogados de la Universidad de Salamanca dictaminaron, -como respuesta a la consulta que les hizo el rey Carlos I de España-, que no se debía imponer la religión cristiana a los pueblos indígenas, pues se debía respetar la “libertad de conciencia”, la evangelización consistió en un proceso de adoctrinamiento a través de la persuasión y el convencimiento.
Todo esto fue parte del conjunto de leyes que operaban durante la época de la “Colonia”. Sin embargo, no podemos dejar de reconocer que aún existiendo las leyes, hubiese habido abusos por parte de gente poderosa, como sucede incluso hoy día, que quienes gobiernan se burlan del estado de derecho.
La única forma de desmontar esa “VICTIMIZACIÓN” que nos derrota día a día, -como pueblo y como individuos-, y además nos divide y confronta, es desmentir los mitos con la verdad.
No olvidemos que la victimización sirve como herramienta de manipulación política y electoral.
Asumir el reto de concientizar a quienes nos rodean de que el nacimiento de nuestro país no fue una indigna derrota a manos de una potencia extranjera, sino una sublevación de los pueblos sojuzgados por el imperio azteca, en busca de su libertad.
De que nuestro origen como país fue la fusión de dos grandes civilizaciones, -la indígena y la europea-, y por tanto, como país tenemos lo mejor de estos dos mundos y esto nos hace diferentes a muchos países. Rescatemos el orgullo por nuestra identidad como mexicanos.
Cuando nos reconciliemos con nuestra historia, dejaremos de victimizarnos y de buscar culpables entre quienes nos rodean. No debemos juzgar hechos acontecidos hace varios siglos con los valores morales y sociales de hoy, pues sería negar la evolución de nuestra civilización desde aquellas épocas.
Sin embargo, queda la pregunta: ¿cómo llegamos a ser gobernados por la corona española, al grado de tener que afrontar una lucha de diez años para independizarnos?
La respuesta es evidente: después de la caída de Tenochtitlán se dio un proceso de culturización y asimilación y la sustitución de una cultura guerrera, -donde los poderosos, como los mexicas-, privaban de su libertad a los débiles.
Además, la sustitución de hábitos alimenticios, como la antropofagia, -o sea la costumbre de comer carne humana-, ya que las especies animales comestibles que aportaban proteínas eran muy pocas en nuestro territorio en esa época. Hoy sabemos que el origen del pozole era un guiso indígena a base de carne humana y maíz. Por ello al caer Tenochtitlán la historia narra que Hernán Cortés mandó traer de Cuba 300 cerdos para cruzarlos entre sí y así poder prohibir la antropofagia, lo cual fue bien recibido. Seguramente después llegó ganado vacuno, corderos y otras especies animales.
Quizá otro de los grandes cambios sociales fue la evangelización, que sustituyó los temidos sacrificios humanos practicados con sentido religioso. A cambio se ofreció la idea de un dios paternalista, bondadoso y todopoderoso, -superior a los que ellos adoraban-, que envió a su propio hijo para que fuese sacrificado por la humanidad, haciendo innecesario volver a ofrendar vidas humanas a ningún dios sediento de sangre.
Podríamos sintetizar que quizá la única conquista derivada de esta fusión de civilizaciones fue la de tipo cultural, que ofreció nuevos hábitos alimenticios y estilo de vida, así como la religiosa, a través de la evangelización.
Estas dos conquistas pacíficas, -logradas por la asimilación y derivadas del convencimiento y la reeducación-, fueron las que permitieron la creación de las instituciones que asumieron el control político de nuestro territorio, a favor de la corona española.
Por tanto, la difusión del redescubrimiento y reinterpretación de nuestra verdadera historia es la estrategia para sustituir la “victimización” que permite la manipulación política, -que hoy propicia el surgimiento de caudillos reivindicadores que apuestan por la confrontación, ávidos de poder-, para en su lugar ayudar a crear un nuevo ánimo colectivo de reencuentro, que nos permita construir un nuevo modelo de país, más próspero, equitativo y justo.
¿A usted qué le parece?
NOTA: El contenido de este artículo se encuentra ampliamente desarrollado en el libro titulado “México Dividido”, de Ricardo Homs y publicado por Harper Collins.
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